¿Mi bebé seguiría vivo si yo no hubiera vuelto a trabajar tan pronto?
Como casi cada una de las mañanas de los 117 días que vivió, lo primero
que hizo Karl aquel lunes de julio fue regalarme una sonrisa del tamaño del
sol. Estuvo un rato echado en la cama, entre su papá y yo, intercambiando
miradas con ambos, tratando de levantarse, haciendo ruiditos de placer. Aquella
mañana, que comenzó como todas las demás, iba a ser diferente. Era el día que
mamá volvía a trabajar.
A diferencia de otras madres que conozco, me sentía afortunada por haber
disfrutado de tres meses de permiso de maternidad pagados. La mayoría de los
padres disfrutan de pocas semanas antes de dejar a los bebés y regresar al
trabajo. Después de tres meses juntos, ya tranquilos porque el cuello de Karl
era lo suficientemente fuerte como para levantar la cabeza, aún no estaba del
todo cómoda con la idea de separarme de él. Quería dedicarle más tiempo y
cuidados, esperar a que creciera un poco más. Era totalmente consciente del
valor del apego durante la primera infancia y de que mi compañía le aportaba
seguridad al navegar por este mundo, nuevo para él. Sentía que me miraba para
aprender, para dimensionar su propio mundo. No tenía duda de que se sentía
seguro. Aunque se trata de una época dura, en la que una se siente exhausta,
cada minuto con Karl era una inversión tanto en su bienestar actual como en el
futuro. Sin mencionar, claro está, que me fascinaba.
A medida que el final del permiso se aproximaba, le pedí más tiempo a la
empresa para la que trabajaba. Sin salario. El departamento de recursos humanos
me dijo que no era posible extender un permiso de maternidad. Toqué más arriba.
¿Dos meses, quizás? No había nada que hacer. La única opción era renunciar.
Lo pensé. Con lo que cuesta una guardería en Nueva York, tampoco era que
trabajar fuera tan rentable. Lo que complicaba el problema era que si dimitía
nos quedaríamos sin seguro médico. Mi compañero, Lee, es freelance y
Karl estaba cubierto por mi seguro.
Somos afotunados: nos sentamos, hicimos cuentas y vimos que los ingresos
de Lee cubrían la comida y el alquiler de varios meses. Pero no daban para
pagar el seguro médico de una familia de tres. Sin mencionar esa cantidad que
uno guarda en el caso de que haya una emergencia médica. A eso había que
sumarle que tenía mucho miedo de quedarme sin trabajo. No tengo un título
universitario y aunque he conseguido un buen puesto en una editorial, me
abrumaba el simple recuerdo del año que pasé desempleada tratando de que
mi currículo superara la barrera de los algoritmos de las ofertas de empleo en
línea. Si tuviera que hacerlo de nuevo, sería con un bebé en brazos.
Que Lee dejara su trabajo nunca fue parte de la discusión. No había
manera de que pudiéramos asumir todos nuestros gastos con mi salario, mucho más
bajo que el suyo.
Así que hicimos lo que nos pareció más responsable. Tras una larga búsqueda,
listas de espera, entrevistas y una buena dosis de angustia, nos decidimos por
una guardería cerca de mi trabajo. Así podría ir a verlo y darle pecho durante
el mediodía y no estaríamos separados más de unas pocas horas seguidas en cada
ocasión. Era un lugar recomendado por muchas madres que conocía en
circunstancias similares a la mía. Me pareció un lugar seguro y lleno de amor
para Karl.
Me justifiqué a mí misma de un millón de maneras diferentes. Del mismo
modo que una se justifica cuando toma una decisión para la que no ha tenido
demasiadas alternativas. Es hijo único y le gustará estar rodeado de otros
niños. Hay niños que han estado allí desde que tenían seis semanas y Karl tiene
15. ¡Es fuerte y no ha estado enfermo un solo día de su vida! ¡No es que vaya a
morir!
Pero daba igual. Me sentía mal.
Aquel lunes, Lee estuvo jugando con Karl mientras yo me duchaba y
preparaba las cosas. Coloqué a Karl en su portabebé y nos fuimos en metro al
centro. Me sentí llevada hacia la calle, empujada al interior del tren,
transportada por un sistema que no me daba otra opción que sucumbir ante la
inevitabilidad con la que se encuentra la madre de cualquier bebé en Estados
Unidos.
Karl parecía curioso y despreocupado. Miraba a su alrededor y sonreía.
En el vagón del metro alguien me cedió su asiento, aflojé las correas del
portabebé y traté de que el bebé se centrara en tomar pecho. Esta alimentación
extra en el metro le serviría a él para llegar con el estómago lleno y a mí
para mantener mi producción de leche, pues a partir de ahora tendría que
extraer mi leche para llenar sus botellas. Con una cobijita evité que el hombre
sentado a mi lado viera mi pecho al descubierto en su camino al trabajo.
Llegamos a la guardería a las 9:30. La asistente se acercó a Karl con los
brazos abiertos y dijo “¡Hola!”. Karl la miró con detenimiento y respondió con
una inmensa sonrisa. La propietaria contó la misma broma que probablemente
contaba a todos los padres que dejaban a sus hijos por primera vez: lo peor que
podía pasar en su primer día era que lo atropellara un camión de juguete. Me
tranquilizó. Así se sentía todo el mundo.
Regresé a la guardería a las 12:15 para amamantar a Karl. Tenía tantas
ganas de ver a mi hijo que corrí las dos cuadras que me separaban de él. Subí
los escalones de dos en dos hasta la segunda planta y al llegar me di cuenta de
que la puerta estaba medio abierta. Me pareció raro que dejaran la puerta
abierta con tantos niños pequeños dentro. Doblé la esquina y esperaba recoger a
mi hijo, sentir sus lonjitas, ver cómo se le iluminaba la cara al ver a su
mamá.
Pero yacía inconsciente sobre un cambiador, con los labios morados. La
propietaria intentaba aplicarle reanimación cardiopulmonar, pero lo hacía de
manera incorrecta.
Nuestro hijito murió dos horas y media después de haberlo dejado por
primera vez en otras manos.
¿Habría muerto si hubiera estado conmigo aquella mañana? La conclusión
del forense es que no se puede saber.
Lo que sí se sabe es que a las 11:50 de la mañana la asistente de la
guardería vio que mi hijo pataleaba y se lo señaló a la propietaria, que no le
hizo caso y le dijo que no hacía falta que fuera a ver qué estaba pasando. “Los
bebés patalean cuando duermen”, le dijo. Veinte minutos más tarde mi bebé
estaba muerto. Si la asistente hubiera ido, lo hubiera levantado, lo hubiera
revisado, ¿Karl estaría vivo? No lo sé. La propietaria había puesto a
dormir a Karl de lado. Se sabe que esa no es una posición segura. Si lo hubiera
puesto bocarriba, ¿estaría vivo?
No lo sé.
Me lo preguntaré el resto de mi vida.
Lo que sí sé es que si yo hubiera estado con mi hijo habría ido a ver
qué tal estaba en aquel preciso momento. También sé que él habría estado
durmiendo bocarriba o sobre mí, como a él le gustaba.
Sea cual sea la respuesta, que ya nunca llegará, la pregunta que me hago
es la siguiente: ¿Tienen que asumir los padres estos riesgos con sus bebés de
semanas? ¿Hacen todo lo que está en sus manos para asegurarse de que su bebé
crezca seguro para que después todo dependa de la competencia, la atención o el
humor que tenga ese día una cuidadora de guardería?
Este artículo no es sobre la seguridad en las guarderías. No es una
acusación contra la empresa para la que trabajo. Disfruté de un permiso de
maternidad más beneficioso que los de otras personas que conozco. El artículo
habla de que mi hijo murió a cargo de una extraña cuando debería haber estado
conmigo.
Una madre no debería verse obligada a dejar a su bebé de tres meses con
una persona extraña si se siente incómoda con la decisión. Ni a las seis
semanas ni a las tres. Yo me habría quedado más tiempo en casa con él. Pero no
hubo manera. Es algo que se sabe. Millones de madres en los Estados Unidos han
tenido que tomar la decisión que yo tomé y han hecho lo que yo hice. Y lo
hicieron aunque hacerlo fuera una tortura emocional o física.
Por supuesto, si en mi peor pesadilla me hubiera pasado por la cabeza
que dejar a Karl podría significar perderlo, lo habría sacrificado todo. Habría
dejado mi empleo. Lo habría llevado en mi espalda aun si tuviera que dedicarme
a recoger botellas para reciclar. Lo que fuera. Haz una lista de las
alternativas más locas, no se te ocurrirá ninguna que no haya pasado por mi
lista de “si tan solo”. Pero la triste realidad es que aunque quizá sea una de
las madres más ansiosas del mundo, nunca me pasó por la cabeza que mi bebé moriría
aquella mañana.
Es fácil explicarse el porqué. El síndrome de muerte súbita ocurre en
raras ocasiones y el permiso de maternidad no es una cuestión de vida o muerte
en la mayoría de los casos. Pero ahora pregunto: ¿Por qué un padre o una madre
deben sacrificar su puesto de trabajo, su capacidad de garantizar una atención
sanitaria adecuada —o en el caso de muchos en peor situación que yo, poner
comida sobre la mesa— a cambio de cuidar a sus hijos unos meses más allá
del punto de vulnerabilidad?
No solo estaba en contra de que se terminara mi permiso de maternidad.
Estaba en contra de una cultura que no valora el cuidado de bebés y niños
pequeños. Los permisos de paternidad y maternidad reducen la mortalidad
infantil, contribuyen a que haya adultos más sanos y equilibrados, y a que la
mujer no abandone el mercado laboral.
Si se valorara al 47 por ciento de la fuerza de trabajo que está
compuesta por mujeres, y se valorara a nuestras familias, el mundo sería
diferente. Las mujeres podrían regresar a su puesto después de tomarse el
tiempo que necesitan para recuperarse físicamente del parto y vincularse con
sus bebés, y el sistema de salud podría manejar ese proceso de modo que no
interfiriera con las revisiones médicas o la vacunación.
Ya sé. Puede que incluso en ese sistema Karl no hubiera vivido un día
más, pero si hubiera estado conmigo, donde yo quería que estuviera, yo no
estaría aquí sentada, atrapada por la angustia de una pregunta que no tiene
respuesta.
Hay muchos ejemplos de sistemas en los que los permisos de paternidad y
maternidad funcionan. Pero nuestros hijos no pueden pagar grupos de cabildeo.
Somos los padres y las madres quienes tenemos que exigir más.
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